Resulta extraño pensar que hoy en día el Estado no reconozca a los niños, niñas y adolescentes como sujetos de derecho. La indiferencia por los derechos humanos es algo que hemos aprendido históricamente y quizá aún no sepamos comprender y establecer los mínimos márgenes de convivencia a través de estos derechos.

En el año 2006, el mismo año de las primeras manifestaciones estudiantiles, el destacado investigador y educador chileno, Abraham Magendzo señalaba que el cometido central de la educación en Derechos Humanos[1] tiene por objetivo la formación de un sujeto de derechos, es decir, situar a la dignidad humana como valor fundante en una ética y una moral . El sujeto de derecho se educa: debe conocer los cuerpos normativos, es una persona empoderada en el lenguaje, es capaz de actuar sobre el mundo, se reconoce como sujeto autónomo en el reconocimiento de otros, es una persona vigilante de los “otros”―en sentido de la figura levinasiana de “ser guardián del otro”, ‘el cuidado del otro’― (Magendzo, 2006, 32-34). La idea de que todo ser humano se educa en humanidad es el llamado también que realiza el filósofo español Fernando Savater. La psicología no se encuentra exenta de esta realidad, la salud mental es también un problema educativo y un problema de derechos humanos. En este sentido, la instalación de un sujeto de derecho viene a convertir a la salud mental en un problema de justicia social, o si se quiere en un problema político.

 

III

 

“…lo que pasa tío, es que los grandes quieren ser niños, pero no pueden; entonces no nos dejan a nosotros los niños ser niños…” (Renata, 6 años)

Si existe un concepto que se ha cargado con una inusitada negatividad, es lo que hoy conocemos por nihilismo, el cual ha sido interpretado de diversos modos: aniquilación (Sartre), descomposición (Cioran), destrucción creadora (Bakunin), negación de la negación [vacío] (Nagarjuna, nihilismo budista), negación de una realidad sustancial (Hamilton), entre otros. El diagnóstico es diverso así también como especulativo: ocurre en la medida en que el hombre abandona el centro y se coloca en paralaje a un punto cualquiera; cuando pierden legitimidad y validez (desvalorización) los valores supremos y los absolutismos; cuando se afirma la muerte de Dios y con ello la metafísica; cuando la realidad es transformada en alegoría (como la caverna platónica) atribuyéndose el privilegio de una verdad constituyente; o cuando la experiencia yace en la novedad de la repetición, sustrayéndose a la gobernabilidad de cualquier valoración. En otras palabras, el ser se aniquila en la medida en que se transforma completamente en valor. (Vattimo; 1986). Y si es así, ¿cuál es el estatus de validez o de valor que pueda tener hoy un sujeto político bajo la máscara de un sujeto de derechos? Si nos remitiéramos a Nietzsche, la respuesta no se haría esperar: «el hombre es algo que debe ser superado» (Nietzsche, 1985, 72); no está en discusión aquí el sujeto, sino la máxima construcción que hemos hecho de nosotros mismos, “El Hombre” (que después de una larga lucha política del género, pasó a denominarse “ser humano”).

El nivel de ruptura reflexiva que impla ello, pareciera devenir en la última de las metamorfosis del espíritu que nos hablaba Zaratustra: “el espíritu, en camello; el camello, en león, y finalmente el león, en niño.», cuando el espíritu quiere su propia voluntad: «El niño es inocente y olvida; es una primavera y un juego, una rueda que gira sobre sí misma, un primer movimiento, una santa afirmación.» nos dirá Zaratustra en su Discurso. El niño es la afirmación (santa) de la creación, más allá de toda producción o reproducción, o si se quiere de todo sistema e incluso de la construcción de la subjetividad.

Cuando mi sobrina argumentaba su crítica a través de ese hermoso silogismo, yo le pregunté. No te entiendo Renata, entonces qué significa ser niño: “ser como nosotros” me respondió con una obviedad cartesiana, aquella que nos dice que el triángulo tiene tres lados.

Aunque parezca una obviedad; en la filosofía se abre la posibilidad de la pregunta ontológica, el ‘modo de ser’; es decir, la manifestación de una de las posibilidades en que podemos encontrar el sentido de nuestra existencia, la cual se ha convertido en una de las claves para salvar a la metafísica contemporánea a través de la investigación heideggeriana. Sin embargo, estas son preocupaciones de la ‘forma de vida llamada ser adulto’ e incluso de la ‘la forma de vida llamada ser adolescente’; más sospecho que es diferente a ‘ser como niño’, de hecho, la simple respuesta es ya una iluminación a la reflexión de que en el fondo todo se reduce a la apariencia de ‘ser como’, como si ya comenzara a pensar funcionalmente el mundo o si se quiere representacionalmente. Es como si la identidad aún se encontrara en tránsito, incluso la misma comprensión de lo que significa ‘nosotros’. En cierto sentido, hay mucho de simulacro en todo esto que llamamos mundo. Los niños van construyendo su propia voluntad en medio de simulacros, en este sentido, su sola existencia es prueba suficiente de que ‘el hombre es algo que debe ser superado’.

 

[1] Los Derechos Humanos pueden ser definidos como un «conjunto de facultades e instituciones que, en cada momento histórico, concretan las exigencias de la dignidad, la libertad y la igualdad humanas, las cuales deben ser reconocidas positivamente por los ordenamientos jurídicos a nivel nacional e internacional.» (Pérez Luño, 1984, 48) También se ha acuñado la expresión de “derechos fundamentales”, aludiendo directamente a los derechos de los individuos y a los correspondientes deberes del Estado. Los derechos civiles y políticos constituyen, lo que podría denominar se la primera generación de derechos humanos. «Fueron formulados por la escuela de derecho natural racionalista en los siglos XVII y XVIII. La segunda «generación» enuncia los derechos sociales y económicos a partir de las críticas socialistas originadas en el siglo XIX por la contradicción entre la igualdad ante la ley y la extrema desigualdad económica del capitalismo. Sobre los derechos de la tercera no hay un total acuerdo. Suele decirse que reclama el derecho a gozar de un medio ambiente sano, no contaminado, el derecho a vivir en paz, sin guerras, los derechos colectivos de las minorías étnicas, religiosas y lingüísticas, y el derecho de los pueblos al desarrollo.» (Puleo, 2008, 186).

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El derecho a expresar nuestros pensamientos, sin embargo, tiene algún significado tan solo si somos capaces de tener pensamientos propios.
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